La herencia
del malandreo de la añeja salsa brava suena en otra clave. Género de guetos, el
rapeo sobre una pista musical se ha venido gestando con toda su explosiva carga
en las esquinas de las barriadas caraqueñas. Rudos poetas urbanos retan a la
moral y las buenas costumbres con su verbo violento y sus verdades de página
roja. El underground sale a flote pegando duro.
Un documental y un compacto sacaron a la luz lo que desde unos cuantos años se venía cocinando en el underground caraqueño. herederos de la salsa brava asumieron el rapeo para descargar la violencia de vivir en el barrio, para contar lo que apenas se esboza en las páginas de sucesos. La realidad sin censura, la dura poesía de la calle y el cerro.
Requesón ha
forrado las paredes de ladrillo desnudo que arman su pequeña habitación con un
anárquico collage de recortes. Imágenes de sus héroes del baloncesto -Jordán,
por todos lados-, una que otra turgente beldad -Pamela Anderson, por supuesto-
y una fauna de agresiva actitud y oscura piel que mira desde el sitial de
gracia que se han ganado escupiendo asfalto y maldiciones como los reyes del
hip hop que son, los maestros del rapeo en serio.
Si te queda
aliento, puedes contar los escalones de concreto que van desde la desbaratada
cancha del barrio hasta la maltrecha casa de Requesón. Eso, ya está dicho, si
aún queda fuelle después de encaminarse cerro arriba por esa precaria
escalinata sintiéndose seguido muy de cerca por todos los ojos posibles y
amparado bajo el halo de respeto que infunde este muchacho que estrena su mayoría
de edad habiéndose convertido, finalmente, en el rey del hip hop aquí, en el
tosco poeta de este barrio de altivas gentes de orgullosa piel retinta.
A la entrada
de la casa, desde donde se divisa aparte de Caracas y el asfalto de la
autopista hacia el litoral, la “familia” -los negros, según se llaman entre
ellos con una entonación más bien propio del Bronx- esta reunida bajo la sombra
esperando también la llegada de Colombia, el otro miembro de ese dúo de
explosivo verbo, bautizado Guerrilla Seca, orgullo ahora entre los más jóvenes
de esta zona de Gramovén con nombre y referencia: San Pedro, el fondo.
Requesón habla
con cierta timidez desde el borde de la cama. En una pequeña mesa descansa un
ejemplar del Mundo de Sofía, la historia novelada de la filosofía. En otra, una
reducida colección de compacto de hip hop, ese género cadencioso nacido las
comunidades negras estadounidenses. “Llevo cantando como ocho años y ahora
tengo 18. Empecé escuchando pop y pelo a pelo fui llegando al verdadero hip hop”.
El sol se
empeña allá arriba sobre la lámina de zinc y convierte la habitación en un
horno. La madre de requesón, una señora de mirada dulce y sufrida, insiste, por
suerte, en repartir bebidas frías entre los visitantes. “me identifique con
esto porque el hip hop es una vaina de barrio. Es una cosa real, es lo que pasa
en la calle, lo que se vive en el barrio. Y entonces empecé a escribir de lo
que me sucedía, de lo que veía, casi como un diario, pero con rimas. En el Parque
del Oeste conocía los panes del grupo Aracnorap, que ya no sigue porque muchos
se quedaron pegaos en la droga, en el malandreo. Rapeábamos en la calle, haciendo
los sonidos de la música con la boca. Yo cantaba solo, pero me metía con ellos
un rato. Tenía como 12 años”.
Viendo que,
si había movimiento, que había otros tantos como él, consiguió su propia gente
a la que le llamó Food for soul, banda que parecía perseguir un mejor destino
que el de quedarse en una esquina: “pero luego hubo problemas. Algunos no
querían seguir en esto. Yo quería hacerlo por amor; lo sentía”. Hasta que se
acabó. Siguió con lo suyo, pero sólo y fue invitado a participar en un grupo de
Lidice al que renombraron La Realeza; de donde finalmente salió acompañado por
otro amigo con el que anduvo en plan de dúo por un tiempo: “el pana cayó preso.
Lo culparon de un asesinato, pero él no fue. Después de eso ya no quería hacer
nada. Estaba decepcionado, no veía apoyo por ningún lado y todo el mundo me
decía que no podía surgir porque vivía en este barrio. Seguí escribiendo, pero
para mí solo y poco a poco le fui dando a entender a la gente esto si era real.
Y después más cuando me encontré con Colombia”.
Colombia es
el otro mago del palabreo en Guerrilla Seca. Un personaje de larguirucha figura
ataviado en Nike que dice estar escuchando rap desde que tenía cinco años allá
en Buenaventura, del lado colombiano del mapa. Ya han pasado 13 desde entonces:
“éramos un montón de carajitos bailando Break. Por allá todo el mundo piensa es
en irse a Estados Unidos y después regresan montaos, con plata, y con la música
del norte. Yo empecé bailando y después me puse a rapear en la calle”.
La calle, lo
real. Son palabras que todos repiten como estandarte del movimiento. El empeño
puesto en contar las cosas que son, las que se viven, las que se ven. Y no
queda mucho a la imaginación, porque esto, damas y caballeros, es otro mundo: “si
vivimos en un barrio miserable, ¿de qué vas a cantar?”, sentencia Requesón. “No
podemos cantar cosas bellas porque no vemos cosas bellas”, aporta su socio. “Hago
canciones violentas, pero siempre trató de un mensaje”, intenta explicar Requesón:
“digo la verdad, si uno vive por aquí necesita una pistola para cuidarse; la
droga está ahí, tú ves si la agarras o no. Eso queda de tu parte. Guerrilla
Seca se formó en 1999 y su nombre tiene burda de significados, este es un
tiempo en que todo el mundo está enguerrillado y nosotros venimos en Guerrilla
Seca, sin nada, sin comer cuento de nada”.
Háblame, blanquito.
En octubre
de 2001 la cinemateca nacional presentó su pantalla a la imagen y el sonido del
hip hop de barrio, el de verdad y no el que se confunde en el ánimo facilón del
merengue y el estribillo comercial. Nada de eso. Venezuela subterránea es el
contundente documental de Juan Carlos Echendía te retrata sin filtros los fuegos
que arden justo bajo nuestras narices, callejón adentro.
Personaje
proveniente del mundo de las producciones audiovisuales, casi casualmente se
tropezó con este germen: “durante la producción de un comercial conocí a un rapero
Bostas Brain, quien formaba parte del grupo La Corte. Hablamos del tema y me
recomendó que pasara por Los Próceres, donde se reúne la fauna hip hop todos
los sábados. Encontré que había unas 200 personas, uno bailando break, otros rapeando
en una especie de contrapuntea malandro. Yo quería hacer algo más personal en
el campo audiovisual y el tema me atrajo”.
Apoyado por
sus socios de A&B producciones, y tras hacer contacto con los duros del
malandreo hip hop, se lanzó cámara en mano en su recorrido por los barrios
apadrinado por los propios raperos de la zona, e incluso viajó a Nueva York, la
fuente primera de todo esto es una cultura desarrollada ya hace unos 30 años.
Una vez
adentro, muy adentro, convertido ya en una suerte de Ry Cooder del underground
-sin viejitos y como una pandilla de ánimos desbordados- Echendía dijo que esto
podía ir más allá del video y en compañía del DJ Trece -referencia del género
en el país, artífice de la corte- produjo un disco compilatorio con lo que
consideran las mejores bandas -Vagos y Maleantes, Guerrilla Seca, 187 y
Dr.Scrathc- que hace las veces de soundtrack del video y se convirtió también
en manager, padre y consejero de lo que ha reunido como la familia subterránea,
con su firma -Subterráneo Producciones.
“esto me
permite estar en un negocio y al mismo tiempo ayudar a esta gente a salir del
fondo “, aclaró Echendía: “sé que esto es muy frágil, pero las cosas van
funcionando. Quiero que la Familia subterránea se establezca como un clan
artístico y que a partir de esta plataforma se pueden hacer otras cosas. Es un
error considerarlos como unos malandros y ya. Ellos son unos rústicos poetas
callejeros y son un ejemplo de la posibilidad de salir del barrio con las
vivencias de ese mismo barrio. La familia de muchos de ellos, sus madres, están
viendo que sus hijos están convirtiéndose en artistas, que algo bueno está
saliendo. La síntesis de lo que quiero conseguir con el hip hop es la imagen de
la flor de loto, que es un icono budista que representa la iluminación humana,
lograr que florezca algo del fango oscuro”.
Esta es mi calle, Papá.
Como buen
anfitrión, el Budu espera a la vista en zona de bajo riesgo y resguardándonos
por su resabiada presencia parece que nada puede pasar en el tránsito hasta la
calle Carabobo de Cotiza, su patio, el lugar en el que manda. Con todo y su
autoridad, el Budu ha preferido recibirnos un sábado, día que asegura un
constante vaivén de gente, algunos curiosos, la orgullosa familia y otros
miembros de su círculo, esos a los que aún llama “la familia criminal”. “Somos
como 15 que andamos siempre junto. Esa es la gente que nos ha apoyado siempre,
y no es que sean sólo criminales, ese es el hombre que nos pusimos”, aclara.
El Budu y el
Nigga –“mi mamá tiene un buda negro y todo el mundo me dice que me parezco”
explica uno. “Nigga es el niche, el negro, el más podrío de la cuadra”, remata
el otro -hace 10 años que se juntaron para respirar bajo el explícito apelativo
de Vagos y Maleantes. “Cuando arrancamos éramos cinco. Ahora uno es motorizado
fumón, el otro es maricón merenguero y otro más está preso por atraco, pero ese
es pana” rememora el Nigga.
“Yo nací en
ese medio”, aclara el Budu: “En películas vi a chamos bailando break y comencé con
eso. El Nigga era más poetas y yo lo enferme con el rapeo”. El socio completo
la idea: “cuando escuché el rap, supe que eso era lo que andaba buscando.
Éramos cuatro rapeando y el Budu manejaba una batería electrónica y un día en
un ensayo probo rapear. Al principio teníamos duda de si todo esto funcionaría o
no, pero pasó el tiempo y nos fue bien. Un día DJ Trece nos invitó a participar
en un disco que nunca salió y siempre estuvimos sonando por ahí, hasta que
apareció Echendía. Para ese momento ya estábamos grabando nuestro propio disco
independiente y lo paramos un poco para meternos con subterráneo”.
Lo real, es
en la bandera. Otra vez: “cantamos sobre la realidad de la vida, lo que vive un
venezolano a diario. Y no todo es sobre delincuencia, hay muchos otros
problemas como la falsedad, la envidia y la corrupción”, apunta el Budu. Y nuevamente
el Nigga completa la idea: “no cantamos canciones bonitas. Hay cosas buenas y
malas. Y sobre todo, tratamos ahora de que sea un rapeo globalizado, que lo
puede escuchar cualquiera”.
-Y le
metemos mucha salsa. El venezolano que no escucha salsa no quiere a su mamá.
-Y para eso
tenemos también un percusionista, el señor Chapaleta. Ahora nos presentamos
como Vagos y Maleantes y La Mafia Latina.
-Siempre
vamos a cantar a la pobreza.
-Y siempre
tendremos presente a la gente de los penales. Todos cometemos errores y esas
son personas que tienen que luchar todos los días.
-Nosotros
decimos lo peor, todo, para que la gente agarra arrienda y cojan escuela.
De eso,
ellos saben. Aquí mismo, casi frente a la casa del Budu, en esta calle donde un
humo dulce flotar en cuando, uno del clan no tuvo tiempo para sacar su
pistolón. En la pared hay dos huecos abiertos por los balazos. Y uno de ellos
estuvo ahí, pero como la culebra no era con él lo mandaron a apartarse. Y le
tocó escuchar los tiros desde su casa sin poder hacer nada. “Aquí ha muerto
unos cuantos, muchos que no lo merecían y que lo ha matado sólo por ganar fama,
por ganar la fama y nada más. También tenemos como a seis panas en la cárcel y
un montón de gente de la parroquia. Y cuando ya estábamos cerca de caer
nosotros, apareció Echendía. El hombre no sacó del ocio”, cuenta el Budu y se
produce de nuevo el intermitente diálogo de dos:
-teníamos que llamarnos Vagos y Maleantes. Vivíamos de lo que nos rebuscábamos, de lo que se vive en el barrio. Pero esa parte ya pasó.
-Ahora esto
es delincuencia en música.
-Ésta es el
hampa artística, matamos con la lírica.
Yo lo que soy es malandro.
“El hip hop
es la única música que hoy en día le canta al arrabal y el sufrimiento”,
instruye Echendía describiendo algo que se parece demasiado a la añeja salsa
brava hicieron los nuyorican: “sus letras hablan de la realidad del que ha
visto las cosas y de quien las ha vivido y las canta. Para algunos de estos
raperos es la única alternativa que tienen para no convertirse en traficantes o
en matones. Ellos quieren vivir de esto. Tienen hasta 10 años en contacto con
esta música cuando aquí nadie sabía del hip hop. Y tienen una cultura musical
Bárbara, están al día con lo que suena en Nueva York. Tiene mucha escuela de
calle, pero la parte mala es que han dejado de estudiar”.
La calle,
cómo no, cuna del malandreo. Para esta gente malandreo no se refiere
necesariamente al atracador, al tipo de los malos paso y la pistola caliente.
Se trata sobre todo de una actitud, la del que anda en la calle guerreando,
dándose palo justamente con la vida que se empeña en hacerse la dura, estar
dispuesto a todo. Más o menos: “siempre he tenido claro que quiero hacer
música, que somos buenos y que tenemos cálidad hasta para ganar un Grammy o
algo así. Y no voy a dejar que me saboteen eso. Pero si todo sale mal, puede
hacer lo que me toque hacer para no morirme de hambre”, el Nigga dixit.
“Guerrearle
a la vida es un malandreo”, resume Esqueleto, uno de los cuatros que se agrupan
en Dr. Scracht. En el mundo del hip hop, a la hora de presentarse como parte
del clan rapero nadie parece tener nombre, solo apodo, a.k.a., Como prefieren
llamarlo según la jerga internacional. Dr.Scracht. Es un cuarteto que suena
desde Caricuao con las voces de Vampiro Blanco, Esqueleto, Patrón y la -que se
sepa- única chica que anda en la movida ocupando su puesto en la tarima, Anarquía.
Empezaron en
esto cuando Esqueleto y Vampiro -ambos en persona hacen honor a sus apodos-
formaron hace tres años el dúo Lado Oscuro. Un día aprobaron escuchar el rapeo
de Patrón y lo incorporaron y más tarde, ya rebautizado grupo, entró Anarquía,
entusiasmada por su hermano Vampiro, quien además puso su toque mágico al hacer
las pistas de un sonido casi gótico, pesado, con un juego de Playstation. Y todos
reconocen la inspiración de una banda ya desarticulada: un día vimos a La Corte
y pensamos porque ellos y nosotros no. Ellos fueron los que abrieron el camino
aquí y le trajeron hip hop a un montón de gente que ni sabía que existía”.
Se deduce
que dentro de la familia subterránea ellos, con su estilo oscuro, son como los
benjamines del clan. Pero se apresuran a sacarse de encima la etiqueta de
niñitos bien: “vivimos en Catia, Esqueleto en Gramovén y Patrón en el barrio de
Los Sin techo”, detalla Vampiro. “El hip hop está en todos lados donde hay
pobreza y malandreo. No es sólo una música, es una vivencia y como uno vive en
un barrio es una oportunidad de liberarte de esa porquería”, descargó Esqueleto.
Y de otras cosas positivas también: “todavía me cuesta escribir las letras,
pero trato de leer mucho. Ahora aprendí a expresarme -celebra anarquía-,
aprendí más palabras y gracias al fijo hasta quiero volver a estudiar”.
Agarra letra.
Las ratas
que merodean por el bloque son enormes. A pleno sol mañanero salta alguna como
un conejo de asqueroso pelambre gris. En este edificio de la organización José
Antonio Páez de Catia La Mar, más de uno se asoma a la ventana a ver en qué
andan los escandalosos miembros de la banda 187. Nuevamente los apodos: Danko,
Jack-o, D’Rotten y Escualo. El lenguaje policial, 187 es el código que
corresponde al homicidio.
Y aunque
cabe duda que la mano de esta gente esté manchada de sangre -salvo la de alguna
que otra trompada-, lo cierto es que se sabe muy bien el papel de raperos
porque andan desde hace ocho años, cuando para sus vecinos no era más que unos
loquitos vagos como una ropa demasiado ancha.
“Ahora todos
los que se burlaron andan en la misma. Y ahora los que nos abucheaban, lo vemos
pagando entrada en nuestros conciertos”.
Del edificio
de tonos salmón y ocre rostros Bolaños husmean y se pueden adivinar qué piensa:
porque a estos malandros les andan haciendo fotos. Abajo, los más pequeños
forma una pandilla de ánimo explosivo que hace círculo en torno al ejemplo de
los mayores: esos cuatro, se han graduado de artistas. El proyecto lo
arrancaron Rotten y Jack-o. Todos hablan como para completar las ideas del
otro, pero ellos dos llevan el hilo de la conversación: “estábamos en una
comunidad de patineteros. Empezamos a rapear y decidimos escribir las cosas y
así surgió. Antes tocábamos instrumentos y más tarde conseguimos un DJ. Nunca
lo hicimos pensando en un disco lo hicimos porque nos gusta y ahora que ya
estamos en uno, bueno, plomo”.
Plomo. Plomo
verbal es lo que muchos raperos en ciernes acostumbran a zumbarse en sus
improvisaciones callejera, en el freestyle. Se lanzan, se tiran -así le dicen-
unos contra otros hasta que alguno se le tranca la lengua y se le sueltan las
manos. “Muchos tiran para ganar fama a costa de los demás: un don nadie que se
atrevió contra los que ya están montados. Pero el que surge, el que está arriba
es porque ya se ha calado todo eso. Uno se ha ganado un respeto”.
La violencia
vale también contra el igual porque aquí lo que hay es rabia. Y pose de malo. Y
mucho equivocado. “No criticamos a los que vienen, lo único que pedimos es que
sean serios. Esto no es una moda, es una cultura. Nuestro malandreo es lo que
vemos y lo que vivimos. Somos un espejo. Aquí todo el mundo sufre y pasa
trabajo. Queremos que se cree una hermandad y que no pase lo de Puerto Rico,
donde las pandillas se andan matando”.
Y para la
industria del disco, los de 187 también tienen algunas palabras: “el poder lo
tienen los productores. Aquí se escuchan lo que ellos quieren, pero no les
interesa ningún tipo de filosofía, ni nada. Lo que quieren es vender: en el hip
hop lo importante es que las canciones dejen algo, pero la gente se limita a
escuchar las groserías sin pensar en el contexto general de la letra, en el
porqué. El único deber de un artista es expresar lo que siente y el público se
tiene que adaptar a eso. De lo contrario, sería un simple producto: eso es
contigo Jump”
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