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🎶💃 Caracas 30 Años Bailando: Historia de la música y el baile en la ciudad 🌇🎵

 CARACAS 30 AÑOS BAILANDO
POR ANIBAL NAZOA

 


Es fácil seguir la historia en los libros; otros han trabajado ya para ofrecernos una secuencia de batallas, conspiraciones, asambleas tumultuosas o aburridas, nombres y famas, toques de clarín y campanadas de muerto. Otra cosa es recordar la historia como testigos. La memoria del hombre común no es analítica, superpone los hechos en desorden y termina por naufragar en el mar de la confusión.

 

Se necesita, entonces, un hilo conductor; algo que impida caminar en círculos o tomar el camino falso. Pero que no sea como las migas de pan que Pulgarcito iba dejando para marcar la ruta de regreso al hogar porque esas, como recordarán mis queridos pitoquitos, se las comieron los pajaritos y Pulgarcito de todos modos se perdió en el bosque. Y a propósito, ¿recuerdan al Tío Nicolás? Pues por ahí empieza nuestro cuento, un cuento triste-alegré que vayamos a ir contando a lo largo de la música que se ha oído y bailado en Caracas desde aquellos tiempos en que éramos pitoquitos. He ahí nuestro "hilo conductor": nosotros marcaremos el rumbo, no con migas de pan ni piedrecitas, sino con rumbas, joropos, boleros y filigranas de saxofón. Porque el poder evocador de la música no tiene comparación; para recordar una época no existe una pista más segura que la pista de baile. Quien recuerde las piezas de moda en determinado período historico, difícilmente confundirá fechas, lugares o personajes. Por eso lo invitamos a acompañarnos en una informal excursión por la historia caraqueña, sin equipaje erudito ni mapas científicos. Sólo tratemos de responder a una pregunta: ¿qué ha bailado Caracas desde 1936 hasta hoy?, y que cada quien asocie sus recuerdos y saque sus conclusiones.

 

Como veníamos diciendo, nosotros escuchábamos los cuentos del Tío Nicolás por la entonces "Brocastin" Caracas. Un día, en vez de travesuras de Tío Conejo y los conjuros de la Bruja Cumbamba, nos llegó una noticia que hasta nosotros comprendíamos en toda o casi toda su significación: el Benemérito General Juan Vicente Gómez había muerto, para desgracia de los amigos de la Causa y consternación de la República. La lucha por aquel trono de caña-amarga fue breve y se resolvió con arreglo al principio de las monarquías latinoamericanas: A General Muerto, General Puesto.

 

Terminaba el año de 1935 cuando el viejo caimán dio su último coletazo en Maracay, la capital forzosa de Venezuela.

 

Cuentan

Que un pastorcillo de ojos azules

Se enamoró

De una princesa

Que en su carroza por el camino paseando vió.

 

Era eso y "Capullito de Alhelí". Y "Lamento Borincano". La Caracas que oyó la noticia encogida y sin resuello, había venido bailando con cierta fiereza que se disimulaba entre las notas empalagosas de canciones indefinibles como la del citado pastorcillo y aquella, tristemente pavosa, que comenzaba "Blanca casita de aldea, tú eres para mí. . . “Caracas se decía como siempre "lo bailado no me lo pueden quitar" y suspiraba ante los murmullos de José Bohr, suerte de Maurice Chevalier de habla hispana (recuerdan lo de "sonríe la luna mirando el barquito" y "tenía un lunar en la mejilla"?), pero al rato estaba sacudiendo la osamenta a los compases descarados de la rumba:

 

. . . Y me dijo un hombre místico

Que me pinchara el trigémino. . .

 

Bueno, lo del Trigémino ya era del año pasado, pero seguía en boga. Tal vez al propio Benemérito, sus geriatras de cabecera hasta se lo pincharían en aras de la sagrada Causa de la Patria, con intenciones de arropar con morocotas o sepultar en el Castillo Libertador -selon le cas- al médico español que había dado origen a la rumba con su estrafalario invento de curarlo todo con un simple pinchazo en el nervio. Un pinchazo tan doloroso, según se decía, que hacía andar a los paralíticos y ver a los ciegos.

Por aquel entonces Caracas venía del Charleston y del One Step y entraba en los dominios del Boogie Woogie de la mano de la Ortofónica, lujoso armatoste musical creado por Víctor Talking Machine Company para terminar de vitoquear a los cuatro ricos que tenían friyider en sus casas de mosaico y termosifón. Sobrevivía la pianola y el interior se moría de paludismo y recluta, mientras los estudiantes capitalinos alternaban la conspiración con el arrocito. Todo era importado, desde el sistema económico de la mono producción hasta la música. Los golpes criollos no corrían mucho por la ciudad, campo de la eterna batalla entre la música norteamericana y la cubana. Esta dominaba a través del Trío Matamoros, el Cuarteto Caney y Machín. "Para Vigo me voy", "Son de la Loma" y "Sorpresa" llenaban el corazón de los venezolanos como cosa de aquí, y con cariño se canturreaban dos canciones mexicanas tenidas por cubanas: "La Cumbancha", de Agustín Lara y "Negra Consentida", de Joaquín Padavé. Pero el Fox tenía tal prestigio que la gente solía decir: "le voy a formar un fostró" (así registra la palabra Job Pim en su "Enciclopedia Espesa, antes Sigüi"), y en ningún arroz faltaba Alexander´s Ragtime Band, de Red Nichols, un charlestón bastante mediocre pero con muy buena fortuna, al cual los caraqueños le habían adaptado una letra arbitraria que contaba algo de un perrito que se había perdido. La música nacional se batía contra esa irresistible influencia extrajera. Poco podían las lacrimosas canciones de "El Romancero" o Juan Renaud, los joropos de Soledad Espinal y los merenguitos de Valeriano Ramos frente a aquella ofensiva lanzada desde las tres partes del Continente. Porque a las influencias cubana y norteamericana debemos agregar el decisivo fenómeno del gardelismo o tangomanía. El Zorzal había muerto, pero la fiebre porteña que él desató no se apagaría en muchos años; en rigor, no se ha apagado aún del todo: Gardel es casi una era geológica. Caracas, pues, estaba llena de tanguistas de todas las edades y condiciones. Cucarachones "amansa postes", caballeros otoñales, ricos pobres, todos torcían la boca y pronunciaban la N nasal, casi ere, que inmortalizo el dios del Tango. Los propio cancionistas criollos de viejo estilo alternaban las notas lastimeras de "Un cisne blanco / que un copo de nieve" y la increíblemente cursi "Boda Macabra" con el ritmo compadrigo de "Melodía de Arrabal", "Tomo y Obligo", "Varón", "Pobre Gallo Bataraz" y demás creaciones del Morocho del Abasto. Se gastaba la bufanda y se estudiaba en lunfardo con ahincó.

Imbatible en medio de la tormenta, bailado con entusiasmo por opresores y oprimidos, se mantenía en forma de pasodoble, único ritmo extranjero que, junto con el valse, ha tomado verdadera carta de nacionalidad venezolana. Fue con sus pasodobles de letra un tanto absurda -"Soldadito Español", "Valenciana", "El Bateador"- que se dio a conocer Lorenzo Herrera. El pasodoble ha servido entre nosotros lo mismo para rendir homenaje al Libertador y Rubito que para burlarse de las señoritas que sacan fiado el Romantón para después quedar por maulas y andar siempre con el turco atrás. Ya con la década del 40 encima, todavía se usaban los bailes de escote, con policía en la puerta y pasodoble viéndose lo pies. Los mozos invitaban a las muchachas a "matar hormigas", dando a entender que el pasodoble era la piéce de résistance de la fiesta. Colombia se hacía sentir también a través del pasillo y el bambuco, este último tan larense y tachirense como colombiano.

A la muerte de Gómez Venezuela, todavía sacudida por la crisis mundial del 32 y sus locuras, ya está familiarizada con las dos maravillas del siglo: la radio y el cine parlante. El reinado de Gardel se afianza con la muerte del cantor, al tiempo que comienzan a sonar Shirley Temple y Fred Astaire. Este último, con su película "Volando hacia Rio", habrá de desatar una de las fiebres más violentas que se hayan padecido en este país de calenturas y temblores. Nos referimos a la fiebre de "El Piccolino" y "La Carioca". Al golpe de los "taps" de Fred Astaire, todo se vuelve Carioca. Un dulcero vivo crea los caramelos Carioca, los zapatos Carioca destronan a los zapatos "Esqueletos": hay sombreros Carioca, peinado Carioca (por esa época llegó a Venezuela la permanente y fueron muchas las jovencitas que recibieron una paliza por someterse a esa fritura eléctrica del pelo) y toda clase de adminículos Carioca. . . Pero volviendo a Gómez, la desaparición del dictador es recibida por el pueblo con júbilo mal disimulado. Poco a poco la famosa "chispa" criolla se va imponiendo, primero tímidamente en breves parodias basadas en los toques de la Ley Lara:

 

Ay, Galavis

Vete de aquí. . .


Luego a esta forma ingenua de la protesta musical, simple variante de aquel remedo de las cornetas "de pera" que usaban los autobuses y decían "se-te-cayó-el-te-te-ro" se pasó a formas más complicadas como

 

Abuelita, ¡qué hambrazón!

Del célebre tango "Abuelita ¿qué horas son?" y "A la voz del Fuego", desarrollo completo de la insinuación a Galavís basado en una rumba de moda. La cosa desembocó en el recordado "Trago Largo", canción compuesta por Andrés Eloy Blanco que impuso al hoy lamentable Juan Bimba como personificación del pueblo venezolano.


Mientras Venezuela "llora" al cacique, el desarrollo de la radio y el perfeccionamiento de los sistemas de grabación han producido un salto en las preferencias musicales de la gente. En todas partes surgen grandes orquestas al estilo de la del norteamericano  Paul Whiteman. Para 1937 ya recibimos la primera visita de Pedro Vargas, quien nos trae "Vereda Tropical", "Prisionero del Mar", "Nocturnal", "Incertidumbre" y otros boleros aún no desaparecidos de los programas de los crooners que se respetan. Cuba ya es un imperio musical que basa su potencia en dos orquestas admirables, la Casino de la Playa, de Miguelito Valdés y la Lecouna Cuban Boys. Lecouna, músico de grandes aspiraciones, se caracteriza por unos arreglos muy refinados que le permitieron introducir la rumba en los salones más aristocráticos y estirados. Con las rumbas "Siboney" y "María La O" en la voz pastosa de Armando Oréfiche, establece el patrón del "bolero romántico" y con su serie de rumbas y congas ("Panamá", "Rumba Blanca", "Rumba Negra", "Rumba Colorá", "Para Vigo me Voy") entra a Venezuela arrollando como é, hasta que Miguelito Valdés le roba la pista con un golpe de magia: el Afro-cubano. "Bruca Maniguá" inicia una serie incontenible de éxitos que se prolongan en "Babalú", "Funfuñando", "El Limpiabotas", "Chivo que Rompe Tambó" y el celebérrimo "Chacumbele", vivo aún a pesar de que "él mismísimo se mató". Como es también la época del bolero-son, es decir, el bolero con estribillo y el danzón -"Almendra" todavía está de moda-, el terreno está listo para que alguien organice la primera gran orquesta de baile venezolana. Es aun dominicano, Luis María "Billo" Frómeta, a quien le toca esta tarea. Al tiempo que Miguelito Valdés acapara los suspiros femeninos con boleros-son como "Taboga" y "Letargo" y en plena irrupción de Tito Guizar y la ranchera a la sombra de la película "Allá en el Rancho Grande", entre otros gorgoritos de Libertad Lamarque y los terciopelos de Juan Arvizu y Alfonso Ortiz Tirado, Billo Frómeta organiza su "Billo´s Happy Boys" con Chapuseaux y Damirón. A todo lo largo del año 1938, Billo dominará  el ambiente arrocero caraqueño a través de su programa por Radio Caracas a las 6 pm. La "Billo´s Boy es una orquesta versátil , capaz de acometer con igual éxito danzones como el famoso "Cadete constitucional" de Rubalcaba, que "swings" como el no menos recordado "In the Mood" de Glen Miller. Su "epicentro" estará  en la esquina de Sociedad, en aquel Roof Garden que cuenta entre sus historias hasta un embargo ejecutibo por el conocido Mario Ortega. Cuéntase, por cierto, que en esa ocasión el discutido abogado reunió a los músicos para preguntarles si deseaban que el pago fuese semanal o quincenal, y uno de ellos le respondió:

-Mire, doctor, la verdad es que nosotros lo que queremos es que sea madrugal: usted sabe, en la madrugadita, saliendo las parejas y usted brincando. . . . Además del Roof Garden, ya Caracas cuenta con otros locales como el Casablanca, el Club Los Palos Grandes, y el Sans Souci, muy renombrado para la época. Todavía no existía, pero estaba por nacer, el más historiado (aunque no musicalmente) de los cabarets venezolanos: el Trocadero, de Pierre René Deloffre. De este personaje, francés de oscura reputación, se ha dicho que fue quien enseño a los caraqueños el arte del "bon vivre", de la buena mesa y el salir a bailar de smoking y zapatos patentes. En esto puede haber mucho de exageración y algo de complejo suramericano; pero lo cierto es que, sea como fuere, Deloffre supo aprovecharse del despertar de Venezuela y de su nacionalidad -un francés es un francés-, la más prestigiosa en un país donde eran pocos los que sabían "comer con tres cubiertos". De manera que para los primeros años de la guerra ya ha dado el salgo  de los mabiles de El Silencio al elegante Trocadero y el restaurant Longchamps y está convertido en árbitro de la vida nocturna caraqueña, con aureola de prófugo de Cayena y demás yerbas. Cuando llega a Caracas la famosa película "Casablanca", que siembra en nosotros para siempre la conmovedora belleza de Ingrid Bergman, no faltará quien quiera ver a Deloffre retratado en el Rock que encarna Humphrey Bogart y a una dama del Trocadero en la mujer vulgar, pero misteriosamente triste y atractiva que se ganó el corazón de la América Latina entonando La Marsellesa a continuación de una "Perfidia" cantada en un español de exótico acento. Todos los Monstruos sagrados de la política criolla tenían por entonces dos cuentas; la limpia, que era la del sastre Félix Morreo, y la sucia, que era el "mono" de Pierre Deloffre, el  francés que sigue esperando su parcela en nuestra novela urbana.



En todos aquellos centros nocturnos se bailó en gran en los carnavales de 1939, cuando los caraqueños comenzaron a usar  el término "set" para designar las tandas de cinco piezas en que las orquestas dividían sus actuaciones. Unos años después, mientras los pintorescos tugurios del bajo mundo se mantenían fieles a "Perfume de Gardenias" y "Buchipluma No Más", Caracas ya es mercado para grandes orquestas y Billo tiene quien le dispute el terreno: Luis Alfonzo Larrain y su agrupación sacuden a Caracas desde el Hotel Majestic en los carnavales del 40. "Mis Cinco Hijos" -Pedro, Pablo, Chucho, Jacinto y José-, con la rumbera cantante Hilda Salazar y "El Barrilito" (una polka que vino de Checoeslovaquia, aunque ustedes no lo crean) con Marco Tulio Maristany, con las dos piezas en las cuales se afianza el éxito de la nueva orquesta. Sensible a las mejores influencias, Luis Alfonzo, como le llaman sus fans, se caracteriza por el perfecto equilibrio de sus sets, en los cuales nunca falta un buen merengue local y un slow tipo "star dust", a la vez que mantiene viva la tradición venezolanísima y española del pasodoble. Y si en esté no logra - como no lo ha logrado ninguna orquesta moderna venezolana- el pathos que se pone la Banda Municipal de Madrid en "El Gato Montés" ni la ingenua frescura criolla de "Besos y Cerezas", en el fox sí se aproxima al mensaje de cálida melancolía que trae el Duke Ellington de "Mood Indigo" y "Dusk".

 

Ya estamos en guerra. Los gustos cambian y los afortunados países que no participan activamente en la contienda tienen tiempo para divertirse a pesar de las restricciones. "Van pa´ la Guerra" se llama, precisamente, la pieza que abre las puertas de Venezuela a unos de sus más consecuentes visitantes el "duro" Daniel Santos, un fenómeno de la música popular digno de Barnum, porque va para los treinta años cantando y todavía impone la moda, como lo ha demostrado recientemente con "Yo no he visto a Linda", "Vete". Un gran acontecimiento deportivo, el triunfo venezolano en la Serie Mundial de Beisbol Amateur de 1941, produce un tímido renacimiento de la música criolla, una onde de puro-criollismo que surge como un viento renovador desde los "dugouts" del Stadium de La Tropical de La Habana. En todas partes se toca "el Totumo de Guarenas", un joropo original de don Benito Canónico, padre del pitcher triunfador Daniel "Chino" Canónico y a partir de ahí se revalorizan los autores venezolanos como Carlos Bonet, el maestro Lagonell y Francisco de Paula Aguirre, coautor este último, junto a Leoncito Martínez, del gran clásico caraqueño "Dama Antañona". Al lado de los números de ostentosas orquestas extranjeras como las de los Hermanos Palau, Xavier Cugat (un catalán por cuyas venas corre petróleo de Texas) y "La Internacional Polío", la ciudad vuelve a saborear los merengues, joropos y valses remozados en la voz de la indoblegable Magdalena Sánchez y de conjuntos como el "Cuarteto Caraquita", "Los Cantores del Trópico", El Dueto Espín-Guanipa y "Los Hijos de la Noche". Y, por supuesto, los sobrevivientes de la edad de oro de los cañoneros. En aquella Caracas, que todavía se bañaba en Los Chorros (con escala en Chacao para tumbar mangos) y en El Encanto, La Solidaridad Continental tan llevada y traída con motivo del conflicto mundial despertó el interés en campos hasta entonces desconocidos en materia de ritmos bailables: Carmen Miranda, con sus escandalosos turbantes bahianos y ombligo al aire satura el ambiente de "Mamá eu quero" y la "Aquarela do Brasil" de Ary Barroso se incorpora al repertorio de todas las orquestas. A este interés contribuyó en buena parte el desaparecido Walt Disney, quien hizo la guerra a través de sus sancochos en tecnicolor dedicados a fomentar la solidaridad entre su país y los nuestros a base de cuadros musicales no muy ortodoxos a la manera del ingenuo "Saludos Amigos", Al mismo tiempo que los ejércitos se baten en Europa y el Pacifico, en Caracas se desarrolla una guerra cordial entre las dos potencias del baile, Billo y Luis Alfonzo. La batalla se libra principalmente sobre ritmos híbridos, medios yanquis y medio latinos: "Ron con Coca Cola", "Gutugurú-cha-cha", "La Burbuja". Hacia 1942-43 se amplía el frente con dos nuevas orquestas competidoras, los Hermanos Belisario y Rafael Minaya, Tal vez por asociación al nombre de una canción napolitana que nos llegó vía Argentina, "El Botecito" (del repertorio de Carlos Butti), dieron los caraqueños de aquel tiempo en bailar de una manera peculiar, que consistía básicamente en balancearse como si estuvieran a bordo de una embarcación sobre mar gruesa. A eso se le llamaba "bailar bote" y, aunque en principio no pasaba de ser un inocente recurso de los que no sabían bailar, poco a poco fue evolucionando en manos de los expertos pájaros bravos hasta desembocar en el alarmante "bailar rucaneao", que tantos palos a la lámpara ha ocasionado en los bailes venezolanos. Con el "bote" se hundieron los capitanes de los últimos mabiles donde se bailaba a medio la pieza con el dediecito entre la oreja. El "Camino Abajo" de cuando Marcos Parra tenía acera con baranda y la siniestra "Botillería El Milagro" de la esquina de Aserradero se despidieron de este mundo bailando "bote" y el "bote" hizo de maletas, campeones en las marathones de baile del Olimpia.

 


Xavier Cugat y su perrita chihuahua llegan a Caracas en 1944, cuando Billo está en su mejor momento. Y si bien el norteamericatalán "arrebata" con sus éxitos "Cachita", "Bim Bam Bum", "Babalú" y un "Manicero", que seguramente crisparía a Moisés Simmon. El dominicano y su orquesta de el baño, como dijo la gente entonces, una noche memorable en que ambos conjuntos compiten en el Nuevo Circo y, en medio de un apagón que dejó a Cugat huérfano de sus papeles, Billo Arrancó aplausos de las tinieblas con el mayor éxito de toda su carrera, "Mamá yo quiero un Cadete". Es lógico pensar que Mr. Cugat jamás incorporó a su repertorio la famosa guaracha "Con el apagón qué cosa sucede".

 

El año final de la guerra, 1945, está bajo el dominio de Cascarita y su sensacional "Bigote´e Gato", al tiempo que se produce la entrada triunfal del porro colombiano en Venezuela. El primero fue "El Caimán", un porro escrito por el humorista Lucas Caballero Calderón (KLIM) y traído a nuestro país por la cantante Rosita Verón. En 1946 ya se han agregado a "El Caimán" "La Pilandera", "Cabeza de Hacha" y una colección de cumbias perdidas para el recuento porque los bailadores las confundían con porros. Más adelante, Colombia terminará de afianzar sus enclaves en Venezuela con "Pachito Eche" y la rete sabrosa Cumbia Sampuesana, respuesta cartagenera al merengue apambichao que viene empujando desde Santo Domingo. Pero no saltemos demasiado adelante para no dejar fuera a un músico que produjo una pasión inesperada en los venezolanos: el organista panameño Salvador Muñoz, intérprete no sólo de tamboritos de su país y cumbias colombianas -Panamá y Colombia son dos vasos comunicantes a través del Chocó- sino también de viejos valses de Venezuela. "Genario", "Celajes", "Amándonos", "Las Bellas Noches de Maiquetía" ayudan al istmeño a conquistar un lugar envidiable en el panorama musical del país, aun cuando tocaba un instrumento tan alejado de nuestros gustos y tradiciones. Aunque nunca simpatizamos con las interpretaciones de Muñoz, no podemos dejar de reconocerle que él nos hizo descubrir una nueva dimensión de la música criolla y a la vez nos reveló el mundo encantador de la panameña y su pollera de increíble belleza, por donde se van a las carretas doradas de Costa Rica y las marimbas guatemaltecas.

 

"Guararé", el caballito de batalla de Muñoz, llegó a convertirse en una pesadilla insoportable. Así gustó. A propósito de cierto episodio de nuestra vida política que fue antecedente de toda una época de crimen y atropello, por muchos años se definió - sin ser muy fiel a las fechas- la confesión arracada por el tormento con la frase "cantar el Guararé en el Trocadero con acompañamiento de órgano eléctrico". Pero si "El Caimán" llegó a provocar una locura admirablemente descrita por Aquiles Nazoa en su columna versificada de "El Nacional", A punta de Lanza, y el Guararé nos dejó exhaustos, la que estuvo a punto de causar en Caracas más estragos que la gripe española fue "La Múcura". A toda hora, en todas partes, con frío, con calor, con golpe o sin él, no se oía otra cosa que

 

La múcura está en el suelo

Mamá, no puedo con ella. . .

 

Al cabo de dos meses con ese sonsonete en las orejas, lo que estaba en el suelo ya no era la Múcura sino los nervios de los caraqueños sensatos. Se tocaba la maldita Múcura en arreglo de guaracha, de fox, de corrió, de bénguine, de cuanto Dios creó en sus momentos de inspiración musical. Hasta los redactores de "El Morrocoy Azul" cometimos el pecado de dedicar dos páginas enteras del semanario a reproducir la letra de la endemoniada canción en varios idiomas, incluyendo el latín:

 

In terris mucura est,

Mater, non posum cum ea. . .

 

Pucella, quis te rompivit

Tuam mucuritan borrarum?

 

Para agravar las cosas, la radio venezolana ya había alcanzado desde hacía muchos años su máximo desarrollo. Lejos había quedado la época de las cuñas kilométricas, como aquella prohibida  por razones obvias, y muy probablemente hecha en Cuba, que decía allá por los primeros tiempos de López Contreras:

 

Mamita, mamita, me baño con John Lahoud,

Mamita, mamita, aunque no lo quieras tú!

 

La industria publicitaria ya estaba plenamente establecida en el país y se servía, precisamente, de los ritmos de moda para glorificar a sus clientes. Los mucurazos y guararazos propagandísticos nos asediaban por doquier en un mundo donde ya se había apagado la voz ingenua del Reporter Pildorín, que al grito de "dale con el tubo, Pildorín!" se empeñaba en pleja post-guerra en imitar a un héroe del 36 como Guillermo Portabales. Por otra parte, la post-guerra había traído al país muchas maravillas y, entre ellas, el tocadiscos eléctrico a precio reducido. Cada quién podía adquirir su aparato, al contado o a plazos, y armas el escándalo cuando lo deseara. A la discreta victrola de manilla, productora de aquella desfalleciente música molida, la sustituía definitivamente el poderoso pick-up o picó. Los arroces pasan a llamarse picoteos y se populariza la expresión "dar un baile con la orquesta Luis Alfonzo Picó y su cantante Agujita", con su retruque por parte de los parciales de Billo: "yo toco en la orquesta Pa´donde me llamen Boys". Demás está decir que tras el pick-up vino la invasión de las rockolas. Tan pronto como fue posible fabricar agujas de larga duración, la plaga rockolera se extendió por el mundo. Todas las "juke box" que no pudieron llegar a causa de las privaciones de la guerra nos llegaron de golpe. La industria de las puñaladas y los botellazos recibió un impulso monumental. La mala fama de las canciones rancheras, muchas de ellas tan hermosas y llenas de sabiduría popular, se debe en gran parte a que fue a través de las rockolas como se dieron a conocer en Venezuela. Sin olvidar, desde luego, el papel del cine mexicano. Un cine "malo" en la misma medida en que lo es el norteamericano, sólo que humildemente vertido y por lo tanto más cercano a nosotros. Así que el cine mexicano, a partir de Rancho Grande y muy especialmente en alas de la música, ha contribuido a elevar el espíritu nacional. Lucha Reyes -llamada con justicia "La Inmortal", Lorenzo Barcelata, Gutty Cárdenas, José Alfredo Jiménez, Jorge Negrete, "Tata Nacho", Pedro Infante, Cuco Sánchez, son algunos de los nombres del ejemplo mexicano para Venezuela. La rockola nos ha envilecido, pero también nos ha llevado el diálogo con un pueblo con quien todavía tenemos mucho que hablar. El veneno tiene su "contra" en sí mismo.

 




Por estos tiempos entra en escena el joven Aldemaro Romero, componente de la orquesta "Rafa-Víctor", que habían constituido Rafa Galindo y Víctor Pérez, recién separados de la "Billo". La "Rafa-Víctor" apenas vivió un año, pero le permitió a Aldemaro hacer sus cálculos para plantear una acción que ahora recordamos todos los venezolanos. Le aparece un competidor a Daniel Santos; es el también puertorriqueño Bobby Capó, que anduvo un tiempo con la múcura en el suelo y luego se vino a Caracas con su Le-lo-lay. Pero el bolerista que una vez emocionara con sus canciones de soldado camino del frente y de cantante arte-purista (". . . Pero yo soy el cantante/ y no sé trabajar") no resiste mucho tiempo y abandona el campo desplazado por la "Canción de la Serranía" del Inquieto Anacobero. Pero esta época -1940-1949- es también el momento estelar de un inmenso líder de la música popular bailable: Benny Moré. El Bárbaro del Ritmo nace al triunfo mundial junto con otro "fenómeno telúrico", al auténticamente genial Dámaso Pérez Prado. Con la orquesta de Pérez Prado graba Moré canciones que se incorporaron para siempre en su personalidad, como el mambo de mambos "Babara-batirí", "La Cocaleca" y el expresivo arreglo mambolero de "Que te parece Cholito". Hasta la "Múcura" tan manoseada, cobra sonoridades de nueva creación en manos de Bárbaro y el Cara´e Foca. Pero no es con Pérez Prado, sino con las orquestas de Rafael de Paz y Manolo Mercerón, con quien graba Benny los que, en nuestra opinión, son sus mejores aciertos: "Mata Siguaraya" y "Me Voy pa´l Pueblo", con un puente entre el afro-cubano y lo Miguelito Valdés y el mambo en "Yiri-Yiri-Bon".

 

Una melodía exótica hace las delicias de la gente "chic" y termina conquistando a la ciudad entera hasta convertirse en una especie de múcura aristocrática que se mete por todos los sentidos y nos hace exclamar: "¡Mamá, tampoco puedo con esta!". Esta melodía nos es otra que "El tercer hombre", tema musical de la película del mismo nombre dirigida y protagonizada por Orson Welles. Cuando el público se cansó de la cítara de Antón Karas, los disqueros se lanzaron por el camino de los arreglos y, si nos les paran el trote a tiempo, habrían sido capaces de vendernos hasta una versión del "Tercer Hombre" en ritmo de bambuco barquisimetano.

 


En este mismo año se producen importantes acontecimientos musicales. Luis Alfonso Larrain hace un mutis aún no explicado y surge una nueva orquesta, la de Aldemaro Romero. Su debut en el baile aniversario del Club Los Cortijos, en el mes de septiembre, causa un revuelo negativo. Al mismo tiempo desconcierta y despierta un interés más bien intelectual por los nuevos ritmos que trata, en particular el Mambo y el Be Bop. Y ya en la propia mitad del siglo, Caracas es conquistada definitivamente por Pérez Prado. El mambo posiblemente, el fenómeno más interesante que se haya producido en toda la historia de la música de baile contemporánea. Aunque bien pudiera ser un intuitivo -no conocemos a fondo su biografía-, Pérez Prado se revela en sus creaciones como un hombre muy instruido en materia folklórica y un experto en acústica. Pero su valor fundamental está en su carácter de experimentador audaz, ocupado permanentemente en crear nuevos ritmos y reescribir sus composiciones, a la manera de los maestros del jazz. Aunque no ha sido muy afortunado con los derivados del mambo como el Suby y el Dengue, no ha habido un arreglo de los mambos originales que no constituya un éxito para él. "Caballo Negro", por ejemplo, ha sido arreglado para todos los momentos y aún se mantiene fresco, lo mismo que el asombroso "Mambo Nº 5", "Silbando Mambo", "El Ruletero", "Patricia" (el mambo que escogió Federico Fellini para "La Dolce Vita") y "Pachuco Bailarín", un suby reconvertido en mambo. Pérez Prado es digno de atención por parte de los musicólogos, que algún día se tendrán que ocupar de él aún a riesgo de convertirse en "macalacachimbas"

 

El primero que capta plenamente la importancia del mambo y sus proyecciones es Billo Frómeta. Billo se pasa al nuevo ritmo sin reservas, para triunfar rotundamente con "Mambo en España" y su versión mambolera de "Pachito Eché". Aldemaro Romero, por su parte, sigue sin ser muy bien comprendido por el público y en 1951 decide marcharse a los Estados Unidos. El mambo se queda como rey de la fiesta, pero comparte el favor de los bailadores con el bolero al estilo de Los Panchos, un trío que todavía mantiene su lozanía en plena era del "ye-ye" y "go-go". "Pecado", un bolero algo pasado de almíhzar y suspiros, trae, trae de nuevo a Caracas a los dos robles de la canción "romántica" mexicana, Juan Arvizu y Pedro Vargas. La parte vieja del alma caraqueña vibra una vez más al compás de "Sin Ti", "Farolito", "Santa", "Rival", "Arráncame la Vida", "Piénsalo Bien" y otros boleros de Agustín Lara. La muy elogiada suavidad  de Vargas y Arvizu tiene una contraparte femenina en su exuberante compatriota María Victoria, magistralmente definida por un admirador que la describió como "la única cantante que triunfa aunque tenga laringitis". Y tenía también su negación absoluta en otra azteca, la "salvaje" Tongolele, reina del mambo y el Suby. Con Ulises Acosta grabará Pedro Vargas la versión más famosa de "Píntame Angelitos Negros, aparte de las de Toña La Negra y Eartha Kitt. Por el lado nacional están en su apogeo Alfredo Sadel y "La Gitana de Color".


El Aldemaro Romero que partiera desilusionado en 1951, en el 52 ya es autor del best-seller latinoamericano de la RCA Víctor, "Dinner in Caracas". Allí presenta Romero el resultado de sus estudios en el país de Duke Ellington, de Stan Kenton y Dizzy Gillespie. El efecto de Dinner in Caracas es fulminante: el mercado se satura de imitaciones y él repite sus éxitos con "Venezuelan Fiesta", "Venezuela!" y hasta un "Dinner in Colombia". A partir de la hazaña de Aldemaro, se despierta un súbito entusiasmo por la música criolla. Todos quieren ver y oír a los olvidados Lorenzo Herrera y Magdalena Sánchez, a Vicente Flores y sus llaneros, al Trío Cantaclaro. Desde Apure se traen casi en hombros al Indio Figueredo y a Angel Custodio Loyola, todo cuando Daniel Santos está en su mejor forma y, después del triunfo de Noro Morales junto a Billo, ya está instalado en los salones el nuevo derivado del danzón, el Cha-cha-cha de la Aragón y la Sublime. Juan Vicente Torrealba aprovecha la ola del criollismo para rehabilitar al "arrumbado" Mario Suárez y con él lanza la "Catira Rosa Angelina", el pasaje que será el punto de partida de una carrera de éxitos sin precedente.

 


¿Qué ha sucedido? ¿Por qué se descubre de pronto que Venezuela tambíen tiene su música y comienzan a brotar con ímpetu de verdolaga los conjuntos criollos? Ese movimiento, que nació con la mala sombra de la "Semana de la Patria" encima, podría explicarse mediante una contradicción: la Caracas de las edificaciones suntuarias, capital de un país penetrado hasta los tuétanos por las culturas foráneas, se empezó a aburrir como la Roma Imperial. Ya lo conocía todo en punto a "modernismos" y experimentación rastacuerística. Entonces vino la campanada de Aldemaro Romero. El preocupado compositor, empeñado desde hacía tiempo en  la reconquista del país por su propia música, tuvo el buen cuidado de producir su “Dinner” en los Estados Unidos. Es muy difícil responder afirmativamente a la pregunta de si este disco habría tenido el mismo éxito de haber sido grabado dentro de las fronteras nacionales. El hecho es que ahora Aldemaro hablaba desde la mágica tierra del Norte y era preciso escucharlo. Y la gente bien, los “viajados”, en una palabra, los promotores del “progreso”, se dignaron volver sus ojos hacia la música vernácula. Y vieron que era buena. De tanto andar pegados a lo extranjero, lo venezolano se les volvió de pronto exótico y novedoso. Comienza así un proceso extremadamente difícil de caracterizar que comprende paralelamente la imposición de auténticos valores de la música criolla como los nombrados Figueredo y Loyola, Pancho Prin, Quintín Duarte y el hoy silencioso Quinteto Contrapunto, y un ataque frontal contra la pureza de esa música por parte de los portaestandartes de un nacionalismo de dudosa factura. Desgraciadamente, hasta el presente han dominado estos últimos y, así como se ha acuñado un concepto oficial de “cacique venezolano” sobado y planchadito, también se ha instituido un patrón para la música criolla que no puede ser calificado sino como un patrón destructivo. El resultado es que hoy la verdadera música venezolana es apenas un recuerdo o un divertimento para antropólogos. Hoy tenemos joropos acompañados con clave y bongó, merengues que parecen lo que cantaría un gringo al regreso de una excursión a El Guarataro y pasajes enrazados con la cuenca chilena y el samba brasileño. El arpa de los valles de Aragua y del Tuy, la del Guárico y el Apure, ha dejado su lugar a un instrumento híbrido que remeda a ratos el arpa paraguaya y a ratos la jarocha. La poesía nativa brilla por su ausencia en las letras de estas extrañas canciones “criollas”, algunas tan absurdas que provocan risa en los extranjeros y nerviosismos en los paisanos. En cuanto al baile, los nuevos cánones ordenan que la música venezolana se baile con botas de echar asfalto y chucho en la mano, zangoloteándose y escobillando como en una combinación del jarabe tapatío con la ceremonia de limpiarse los zapatos en un felpudo.

 

Más no todo es negativo. Es preciso reconocer que en medio de la ola de esnobismo comercializado, se puede distinguir una corriente de la revalorización nacional. Hay muchas iniciativas felices, como la de Luis Felipe Ramón y Rivera al organizar la Orquesta Típica Nacional de Folklore divulgando, sobre todo en arreglos del propio Ramón Rivera, la música de todas las regiones del país que hasta entonces había permanecido prácticamente ignorada. Gracias a la Orquesta Típica Nacional se conocieron, por ejemplo, el hermosísimo polo coriano y el galerón oriental, la danza marabina y nuevas versiones de viejos valses tachirenses y centrales. Los maestros Carrillo y Wonsiedler de Lara, Laudelino Mejías, de Trujillo y Luis Mariano Rivera, de Sucre, al calor del entusiasmo despertado por los conciertos de la Orquesta Típica, ocupan al fin el lugar que les correspondían en justicia. Al mismo tiempo la juventud toma conciencia de la necesidad espiritual de hacer música y, en consecuencia, hoy contamos con miles de muchachos de ambos sexos que tocan o estudian el cuatro, el arpa y el bandolín. Distinguidos artistas venezolanos de renombre internacional como Morella Muñoz, Alirio Díaz. Rodrigo Riera y Freddy Reina, incorporan a sus repertorios muchos de nuestros aires regionales y los llevan en triunfo por el mundo. En esto, las máximas figuras del arte musical venezolano siguen la tradición del Orfeón Lamas, fundado y dirigido con singular constancia por el maestro Vicente Emilio Sojo. Podemos decir que, en este sentido, la práctica del Orfeón Lamas de basar sus actuaciones en arreglos de música popular dio los mejores resultados. “Arroz con Güesito”, “Compae Facundo”, “El Muchachito” y otros de sus números inolvidables constituyen aporte decisivos a la clarificación del panorama musical venezolano.

 


Hasta hace muy poco tiempo apenas dos canciones venezolanas habían logrado trasponer las fronteras patrias: “Alma Llanera”, de Pedro Elías Gutiérrez y “Barlovento”, de Eduardo Serrano. Pero a partir de esta década, otras creaciones de nuestros músicos se hacen populares en el extranjero. A la cabeza figura “El Gavilán”, pasaje que llegó a Caracas en manos de Ignacio Figueredo y hoy se canta con igual entusiasmo a ambos lados del Atlántico; en Francia, por cierto, lo cantan ¡en francés! El contacto directo con otras naciones. Además, rompió el complejo de timidez característico de los artistas criollos. Así que los cantantes venezolanos comenzaron a viajar como nunca lo habían hecho. Comenzando por Alfredo Sadel –quien cambió su cartel de crooner internacional por una posición más bien oscura en la Opera-, se van haciendo figuras familiares en la radio, televisión y cabarets del extranjero, donde combinan los números criollos con el repertorio internacional para liquidar la dictadura de los cantantes y orquestas importados. Si hoy todavía pagamos por oír los murmullos fañosos de Lucho Gatica y los lamentos de José Feliciano, el nuevo estilo exige que se coloque en pie de igualdad a Lila Morillo, Chelique Sarabia, Hugo Blanco y Mirla Castellanos.

 

Coincidiendo con la explosión del criollismo, poro primera vez en Venezuela se hacen sentir fuertes influencias europeas. La inmigración en masa, unida al desarrollo de la industria disquera y las facilidades de comunicaciones con el Viejo Continente, contribuyen a internacionalizarnos a toda velocidad. Fútbol, vino y música vienen a transformar el carácter venezolano. La guitarra eléctrica y la batería se suman al cuatro y el arpa en las preferencias de la juventud, y ya tenemos decenas de conjuntos de melenudos caraqueños capaces de acometer esa música sin nacionalidad que es el “ye-ye” con la misma maestría de cualquier banda de alborotadores de Londres, Ámsterdam o San Francisco. Cantan en inglés, en italiano, en francés, en sueco si lo creen necesario y componen una “bulla” terriblemente vital con la habilidad de quien se ha pasado toda la vida tamborileando sobre las mesas de los bistrós de París o lavando platos para pagarse los estudios en Wisconsin. Viejos que por décadas se han hecho de la vista gorda ante los avances extranjeros contra la patria, ahora ven a esos muchachos contorsionándose al compás del surf y fruncen el ceño; se escandalizan y gruñen reprimendas patrioteras que sólo esconden la envidia por la vitalidad y la hermosa figura que se requieren para desempeñarse bien en tales bailes.

 

El resto de la historia no es para contarlo, pues lo estamos viviendo. Todo empezó con el “Twist” de Chubby Checker y Billy Halliday, de ahí se pasó a los fenomenales Beatles y al Tijuana Brass. Hoy están perfectamente definidos los dos campos, dada uno con buen número de simpatizantes: el criollistas, capitaneado por Juan Vicente Torrealba, Simón Díaz y Hugo Blanco, y el “ye-ye”, representado por multitud de conjuntos que van desde las bandas bien organizadas como Los Impala y Los 007 hasta los simples conjuntos “bomchones” que se reúnen ocasionalmente para festejar cualquier cosa. Pero hay también una corriente intermedia que posiblemente es la más numerosa de todas y cuenta con adeptos de los otros dos grupos. Es la gran corriente de los tradicionalistas que siguen apegados al billismo y gustan del “set” completo con una guaracha, un bolero, un pasódoble, un fox y otra guaracha, descanso para mojar el gaznate y vuelta al bolero y el merengue caraqueño. Prueba de la fortaleza de esta tendencia es la gran cantidad de orquestas “guaracheras” que actúan en la ciudad: la veterana y respetada “Billo”, “Los Melódicos”, Porfi Jiménez y Manolo Monterrey, tambíen atestiguan la continuidad de ese estilo porque a través de los años siguen cantando y gustando como si tal cosa. “El Profesor Riu-Rua”, “Pare, Cochero” y aquel meloso bolero que decía “Anoche soñé que estábamos los dos en París”, cantando con voz temblona por Rafa Galindo, han sido reeditados y en verdad que “se mantienen” con fuerza de estreno.

 

Muchas “fiebres” hemos padecidos en el transcurso de los últimos diez o quince años: la de “Tolón tolón”, la de “La Maricutana”, la del “Pájaro Chogüi”-, la de “Por qué no se quita el saco”, la de “Dominique”, la de “Ni se compra ni se vende”, la de “La Banda Borracha”… y hemos sido testigos de muchos retornos. Pero no nos referimos a los llamados días de Retorno puestos de moda últimamente como pretexto para montar la fiesta y pronunciar discursos en sus pueblos y olvidarlos de nuevo. Nos referimos a la sentimental costumbre de volver de vez en cuando al pasado en cuanto a los gustos musicales. Al caraqueño, tal vez no deshumanizado del todo a pesar de la “piqueta del progreso”, le agrada escuchar las melodías de su infancia. Al resurgimiento del charlestón en la década del 50 siguió el desempolva miento la pianola. Caracas volvió a bailar “Rojo como un Puñal”,, “La Montería”, “Dámele Betún” y otros rollos desencamados de las chiveras ya moribundas. La aparición de “Los Criollos” hizo pensar en un renacimiento de los cañoneros que al fin no se produjo, pero sirvió para que la juventud actual aprendiera a apreciar las piezas que bailaron sus mayores en la época del trueno en coche y el pierrot alquilado en casa de Manolo Puértolas. “La Pelota de Carey”, “Brumas del Mar”, “Celosa”, “El Romantón”, “Cuy Cuy” aún suenan, y sabroso además. Y en los bailes a go-go nunca falta un joven de buenos sentimientos que ponga un pasodoble para los viejos o un bolero de “ojitos cerrados” para los tímidos. Cuando menos se espera de los Beatles dejan sus instrumentos hindúes y Herb Alpert baja su trompeta de mariachi para ceder el puesto a Pedro Vargas, a Francisco Canaro o a Chucho Martínez Gil. Entonces los muchachos comprenden, aunque sea por un rato, que tambíen hay sabor en sacudir los hombros con “Cachita”, quebrar la cintura con “Brujería”, apretar fuerte con “La Cumparsita” y “A Media Luz” o deslizarse altaneros con “Mi Jaca” Y “España Cañi”.

 

Así se completa el ciclo. Es mucho lo que ha bailado Caracas en estos treinta años. Tanto, que no pretendemos ni en broma haberlo recogido todo en este apresurado recuento. Ojalá otros mejor informados y con memorias más fieles tomen de aquí la idea de escribir una verdadera historia de la Caracas danzante que bien podría llevar por título “Del arroz al bonche – Tres décadas de baile caraqueño”. Tres décadas que parecen haber pasado velozmente cuando se pasa frente a una casa donde hay pachanga y se descubre con asombro que lo que sale por las ventanas es, en vez del ronquido de la guitarra eléctrica, el mismo “Capullito de Alhelí” o el mismo tango gardeliano donde comenzara nuestra historia, allá por los días en que murió su propio recuento a través de las piezas que van a escuchar mientras nosotros nos retiramos discretamente porque la mención de Gardel y el tango nos ha hecho recordar que esta tarde debemos ir al cementerio y dejar una hoja dorada sobre las tumbas de Rafael Deyón y Rafael Lanzetta.


En resumen, "Caracas 30 Años Bailando" de Aníbal Nazoa relata la historia de la música y el baile en Caracas desde 1936 hasta la actualidad. El autor utiliza la metáfora del baile como un hilo conductor para contar la historia de la ciudad. Se destaca la influencia de artistas internacionales como Gardel, Shirley Temple y Fred Astaire, así como la música cubana y la tangomanía en Caracas. Además, menciona el surgimiento de grandes orquestas al estilo de Paul Whiteman y la introducción de géneros como el bolero y la rumba en la escena musical de la ciudad. En resumen, la música y el baile han sido elementos emblemáticos que han generado un sentido de identidad y memoria en la capital venezolana desde 1936 hasta la actualidad.


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